Hace
varios años atrás y en New York, me asomé a la ventana de mi casa para ver si
llegaban mis hijos desde el mercado, ya que estaban tardando más de la cuenta y
la comida se enfriaba.
Además, unas voces extrañas me llamaron la atención.
Lo
que vi al correr las cortinas me hizo olvidar del almuerzo: cuatro o cinco
muchachos parecían seguir la fiesta del viernes aquel sábado al medio día. Eran
jóvenes, cada uno sostenía una botella y tenían la mirada algo extraviada. Dos de
ellos estaban mirándose frente a frente y, con voz gangosa, repetían que uno
era más fuerte que el otro.
Cuando
la repetición parecía no tener límite, uno le dijo al otro:
_
pégame aquí (señalando su mejilla) pégame! Veeerás…
_no!
Que te vooooy a pegar….
Se
tambaleaban un poco, tomaban un trago y volvían:
_
Vamos! pégame aquí pégame! Ya verás…
_no!
Que te vooooy a pegar….
Los
otros, sentados en los escalones que llevaban a casa de mi vecino, miraban y
reían con expresión boba, besaban la botella y meneaban la cabeza.
Y
se volvía a escuchar:
_ pégame aquí pégame! Veeerás…
_no!
Que te vooooy a pegar…
Mis
hijos llegaron y se detuvieron a mirar.
De
pronto el que no quería pegar, cerró su puño y lo estampó en la cara de quien
lo provocaba, éste se tambaleó y, trastabillando, casi se cae sobre los
observadores, uno de los que estaban sentados lo ayudó a incorporarse.
Balanceando
los brazos tomó la botella caída y volvió a decir:
_ ¡pégame aquí! ¡Pégame! Veeerás…
_
¡pero si ya te pegué!
_
¡Ahhh! ¡Ta’ bien
pues!
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