viernes, 13 de noviembre de 2015

Ventana ignea

Las ventanas de la memoria suelen ser muy caprichosas. Hoy, sin yo pedirlo se me abrió una ventana que dio a otra muy original.  Sí, me llevó a mi infancia…

Creo que tenía 6 años cuando fuimos a visitar a mi tía en Santa Fe, donde tenía un enorme campo de maíz, también había sandias, y otras verduras y frutas. Allí podía tocar los caballos si mi tía no estaba cerca, porque -aunque era mujer de campo- le tenia mucho miedo a los caballos y algunos otros animales, había algunas vacas, gallinas y cerdos, casi todo para uso de la familia, solo los puercos se vendían.
foto de la red
Las experiencias de una chica de ciudad en ese campo eran inusitadas.  Desde subirme a una parva de heno con mis primos, comer sandias hasta empacharme y que me curara una vieja con una cinta que media el aire desde mi ombligo hasta…( no sé cómo lo hizo pero me curó), darle de comer a los cerdos y que me tía me dedicara su mejor enojo porque podían morderme la mano… viajar en carro a caballo, bañarme con ranitas en un estanque… aprender a tomar agua como las gallinas (mirando el cielo)…
Mi tío ayudaba en una fábrica de ladrillos que estaba allí cerca, fuimos a ver como los hacían: con una pala revolvían el barro negro hasta convertirlo en una arcilla pareja y negra, luego lo ponían dentro de moldes. Cuando se secaban sacaban los bloques que serían ladrillos, aun casi grises y los apilaban donde seguían secándose. Simple y trabajoso.

Una noche mi tía anunció que iríamos a la “quema de ladrillos” y mi madre tuvo que explicarme que aquellos ladrillos que yo vi grises debían arder en un horno durante toda la noche, de esa forma tomarían consistencia y color como el que yo había visto cuando construían alguna casa en el barrio. No podía imaginarme cómo podrían poner tantos ladrillos en un horno, hasta que llegué al lugar.
foto de la red
Habían puesto todos los ladrillos formando una especie de habitación cuadrada pero sin puerta, se veía iridiscente, toda la edificación estaba ardiendo por dentro, tenía unas pequeñas aberturas que llamé ‘ventanitas de fuego’ porque, por allí, salía un calor horrible y se veía el fuego que quemaba una montaña de leña en su interior. Era un espectáculo casi dantesco, no hacía falta que me dijeran que no me acercara, la temperatura que irradiaba ese monstruo cuadrado e incandescente provocaba temor. 
No era de noche cuando llegamos, estaba atardeciendo. A lo lejos vi una figura que me llamó la atención, una señora que llevaba un gran sombrero blanco de tela y guantes del mismo color. Mi tía dijo que era la dueña de la casa y del campo donde estábamos, que el sol le hacía daño y que el calor le daba alergia, pero había enviado a la sirvienta con empanadas para todos, mientras los obreros estaban preparando la carne de una vaca entera –típico en los campos de Argentina- en pinches que parecían crucificar al animal abierto por la panza y con el cuerpo estirado entre barras de metal, era la cena para los peones, patrones y familiares. El vino venía en garrafas y todos ‘mojaban el garguero’ con ahínco y felicidad que da el trabajo concluido satisfactoriamente.
foto de la red
Cuando cerró la noche y luz del horno parecía una representación del infierno en la superficie de la Tierra… los peones estaban de muy buen humor, alimentados, algo alcoholizados y se aprestaban a pasar toda la noche cuidando el fuego. Era ese el momento en que se contaban cuentos de campos. Comenzaban con los que los chicos podían oír y seguían con los de terror que las madres preferían que no oyéramos, o tendríamos malos sueños, esos donde nos visitarían las ‘luces malas’ ‘los cucos’ y otros aparecidos del acervo campesino…

Pero, uno de esos cuentos, perdura en mi memoria como si fuera un relato familiar. En la quema del año anterior y cuando empezaban a servirse los tragos, se escuchó desde dentro del horno ya encendido, unos maullidos angustiosos y desesperados.  Se dieron cuenta que uno de los gatitos que había nacido no hacía mucho se había metido allí y no tenía como salir. Intentaron con largos palos que el gato pudiera salir de su encierro, pero el minino estaba aterrado en su encierro y no ayudaba, al contrario, creía que querían hacerle daño.  La situación era desesperada, pues la leña ardía en el medio y los ladrillos ya habían tomado fuego y empezaban a  incinerarse… como ya dije, no hay puertas en esas cuatro paredes, solo unas ventanitas que sirven para dejar pasar el aire y atizar las llamas.
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El pobre animalito estaba destinado a morir –literalmente- entre dos fuegos y no podrían sacarlo, ya apenas si podían acercarse con los palos de avivar la fogata. La dueña de la casa lloraba y pensaba en el cruel destino para una de sus mascotas, cuando ante la mirada azorada de todos los presentes, el perrito de la señora, un cachorro blanco y lanudo, se lanzó por entre las piernas de los presentes y, entrando por la pequeña abertura en combustión, tomó al gato por la nuca y lo sacó –ileso, aunque aterido de miedo- de entre las flamas… pero, él mismo salió con su pelambre hecha una llamarada. Lo cubrieron con trapos mojados  y apagaron el fuego, pero no lograron evitar la quemazón de su carne y, poco después, moriría en la veterinaria, húmedo por las lágrimas de su dueña, como un pequeño gran héroe que salvó a un gatito a costa de su vida.
Desde entonces los hombres del lugar dicen que escuchan ladridos y le responden maullidos cada vez que encienden el fuego… no sé si será verdad.


Esa ventana en combustión, nunca salió de mi memoria, todavía puedo sentir la congoja que inspiraba la señora del sombrero blanco caminando lentamente por la sombra, alejada del horno y sus ventanas ígneas, que, de tan malos recuerdos que le traían, le hacían fruncir el ceño y sentir un frío casi gélido en la espalda.
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