Las
ventanas de la memoria suelen ser muy caprichosas. Hoy, sin yo pedirlo se me
abrió una ventana que dio a otra muy original. Sí, me llevó a mi infancia…
Creo
que tenía 6 años cuando fuimos a visitar a mi tía en Santa Fe, donde tenía un
enorme campo de maíz, también había sandias, y otras verduras y frutas. Allí
podía tocar los caballos si mi tía no estaba cerca, porque -aunque era mujer de
campo- le tenia mucho miedo a los caballos y algunos otros animales, había algunas
vacas, gallinas y cerdos, casi todo para uso de la familia, solo los puercos se
vendían.
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Las
experiencias de una chica de ciudad en ese campo eran inusitadas. Desde subirme a una parva de heno con mis
primos, comer sandias hasta empacharme y que me curara una vieja con una cinta
que media el aire desde mi ombligo hasta…( no sé cómo lo hizo pero me curó), darle
de comer a los cerdos y que me tía me dedicara su mejor enojo porque podían
morderme la mano… viajar en carro a caballo, bañarme con ranitas en un
estanque… aprender a tomar agua como las gallinas (mirando el cielo)…
Mi tío
ayudaba en una fábrica de ladrillos que estaba allí cerca, fuimos a ver como
los hacían: con una pala revolvían el barro negro hasta convertirlo en una
arcilla pareja y negra, luego lo ponían dentro de moldes. Cuando se secaban
sacaban los bloques que serían ladrillos, aun casi grises y los apilaban donde
seguían secándose. Simple y trabajoso.
Una
noche mi tía anunció que iríamos a la “quema de ladrillos” y mi madre tuvo que
explicarme que aquellos ladrillos que yo vi grises debían arder en un horno
durante toda la noche, de esa forma tomarían consistencia y color como el que
yo había visto cuando construían alguna casa en el barrio. No podía imaginarme
cómo podrían poner tantos ladrillos en un horno, hasta que llegué al lugar.
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Habían
puesto todos los ladrillos formando una especie de habitación cuadrada pero sin
puerta, se veía iridiscente, toda la edificación estaba ardiendo por dentro, tenía
unas pequeñas aberturas que llamé ‘ventanitas de fuego’ porque, por allí, salía
un calor horrible y se veía el fuego que quemaba una montaña de leña en su
interior. Era un espectáculo casi dantesco, no hacía falta que me dijeran que
no me acercara, la temperatura que irradiaba ese monstruo cuadrado e
incandescente provocaba temor.
No era
de noche cuando llegamos, estaba atardeciendo. A lo lejos vi una figura que me llamó
la atención, una señora que llevaba un gran sombrero blanco de tela y guantes
del mismo color. Mi tía dijo que era la dueña de la casa y del campo donde
estábamos, que el sol le hacía daño y que el calor le daba alergia, pero había
enviado a la sirvienta con empanadas para todos, mientras los obreros estaban
preparando la carne de una vaca entera –típico en los campos de Argentina- en pinches
que parecían crucificar al animal abierto por la panza y con el cuerpo estirado
entre barras de metal, era la cena para los peones, patrones y familiares. El
vino venía en garrafas y todos ‘mojaban el garguero’ con ahínco y felicidad que
da el trabajo concluido satisfactoriamente.
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Cuando
cerró la noche y luz del horno parecía una representación del infierno en la
superficie de la Tierra… los peones estaban de muy buen humor, alimentados,
algo alcoholizados y se aprestaban a pasar toda la noche cuidando el fuego. Era
ese el momento en que se contaban cuentos de campos. Comenzaban con los que los
chicos podían oír y seguían con los de terror que las madres preferían que no
oyéramos, o tendríamos malos sueños, esos donde nos visitarían las ‘luces
malas’ ‘los cucos’ y otros aparecidos del acervo campesino…
Pero,
uno de esos cuentos, perdura en mi memoria como si fuera un relato familiar. En
la quema del año anterior y cuando empezaban a servirse los tragos, se escuchó
desde dentro del horno ya encendido, unos maullidos angustiosos y desesperados.
Se dieron cuenta que uno de los gatitos
que había nacido no hacía mucho se había metido allí y no tenía como salir.
Intentaron con largos palos que el gato pudiera salir de su encierro, pero el
minino estaba aterrado en su encierro y no ayudaba, al contrario, creía que
querían hacerle daño. La situación era
desesperada, pues la leña ardía en el medio y los ladrillos ya habían tomado
fuego y empezaban a incinerarse… como ya
dije, no hay puertas en esas cuatro paredes, solo unas ventanitas que sirven
para dejar pasar el aire y atizar las llamas.
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El pobre
animalito estaba destinado a morir –literalmente- entre dos fuegos y no podrían
sacarlo, ya apenas si podían acercarse con los palos de avivar la fogata. La
dueña de la casa lloraba y pensaba en el cruel destino para una de sus
mascotas, cuando ante la mirada azorada de todos los presentes, el perrito de
la señora, un cachorro blanco y lanudo, se lanzó por entre las piernas de los
presentes y, entrando por la pequeña abertura en combustión, tomó al gato por
la nuca y lo sacó –ileso, aunque aterido de miedo- de entre las flamas… pero, él
mismo salió con su pelambre hecha una llamarada. Lo cubrieron con trapos
mojados y apagaron el fuego, pero no
lograron evitar la quemazón de su carne y, poco después, moriría en la
veterinaria, húmedo por las lágrimas de su dueña, como un pequeño gran héroe
que salvó a un gatito a costa de su vida.
Desde entonces
los hombres del lugar dicen que escuchan ladridos y le responden maullidos cada
vez que encienden el fuego… no sé si será verdad.
Esa
ventana en combustión, nunca salió de mi memoria, todavía puedo sentir la
congoja que inspiraba la señora del sombrero blanco caminando lentamente por la
sombra, alejada del horno y sus ventanas ígneas, que, de tan malos recuerdos que
le traían, le hacían fruncir el ceño y sentir un frío casi gélido en la espalda.
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